Comentario
Agucchi encontró en Domenichino (Domenico Zampieri, Bolonia, 1581-Nápoles, 1641) el colaborador ideal, al que implicaría en sus debates teóricos. Convencido hasta la médula de la formulación de sus teorías, fue el artista que mejor las encarnaría a lo largo de su actividad. Toda su pintura, elaborada en base al rigor del dibujo y a la claridad compositiva, evidencia con extrema pureza el principio de la selección de los elementos del bello de la naturaleza para recomponerlos en un equilibrio superior, depurado de todo posible realismo; también afirma el criterio de adaptabilidad a la diversidad de las exigencias y situaciones temáticas, que fue parte común del quehacer profesional de los clasicistas y testimonio de la flexibilidad de su lenguaje. Por ello, pudo moverse entre el tono grave y conmovedor de las Historias de Santa Cecilia (1611-14), momento culminante de su poética, y la sostenida oratoria sacra de su célebre Comunión de San Jerónimo (1614) (Roma, Pinacoteca Vaticana), desde la complacencia de una belleza idealizada en la mitología, como en su exquisita Caza de Diana (1617), hasta la serena contemplación de la naturaleza en la serie de paisajes, como El vado (hacia 1605, Roma, Galeria Doria-Pamphili).Ante sus obras, no es difícil comprender el grado de fidelidad a los principios clasicistas, ni tampoco que su rigor le hiciera afirmar que el "diseño da el ser, y no existe nada que tenga forma fuera de sus límites precisos". Pero, al mismo tiempo, es fácil entender que esa extrema pureza de convicciones acabara por atormentarle, afectándole a sus mismas dotes. Así, mientras pintaba al fresco el casquete absidal de Sant'Andrea della Valle (1624-27), asumirá el papel de guía a ultranza del clasicismo y de opositor intransigente a todo fermento innovador, enfrentándose agriamente a Lanfranco por la dinámica orientación hacia los efectos ilusionistas con que pintaba en la cúpula la Asunción de la Virgen (1625-27), obra que, para más inri, primero se la habían encargado a él. Tampoco Pietro Da Cortona quedó libre de sus ataques contra la naciente pintura barroca.De escasa autonomía creadora y más débil personalidad, Francesco Albani (Bolonia, 1578-1660) participó en casi todas las empresas del grupo emiliano en Roma. Amigo de Domenichino, compartió sus posiciones y configuró un clasicismo plácido en sentido académico, lo que se hace particularmente evidente en sus obras de gran formato, como sus series de pinturas mitológicas (Historias de Venus y Diana, hacia 1625) y alegóricas (Los Cuatro Elementos, hacia 1627, Turín, Galería Sabauda). Pero a veces su obra posee unos matices de gracia remilgada, de fácil consumo por su carácter divulgativo, que ejecutada sin grandes empeños, es destinada al mercado.Discípulo de Ludovico, Guido Reni (Bolonia, 1575-1642) se reveló, desde su arribada a Roma (1602), de más temperamento que ningún otro incamminato y con una mayor autonomía en sus relaciones con Annibale, adoptando desde un principio posiciones orgullosas y competitivas con sus colegas, sobremanera con Domenichino y Albani. Protegido por Pablo V y por el cardinal nepote Scipione Borghese, a más de por el cardenal Sfondrato, de los que obtuvo importantes encargos, mantuvo una actitud de constante búsqueda expresiva y una voluntad de abierto cotejo lingüístico con otras propuestas del panorama romano coetáneo. Así, su acercamiento a la poética caravaggiesca con la Crucifixión de San Pedro (1604-05), muestra su capacidad de interpretación, desde su propia concepción, de los valores más crudos del realismo.Aunque el menos implicado en las discusiones teóricas del círculo de Agucchi, fue el pintor boloñés que dio del clasicismo la interpretación más convincente, la más integral, en su fresco de La Aurora del casino Rospigliosi (1612-14), quizá porque su adhesión fue más una auténtica y sentida vocación que no un juego de diletantes intelectualistas. En ella, el estudio de Raffaello, de Correggio, de la estatuaria antigua, es enunciado de un modo programático con los pinceles: equilibradísima composición, elegantes cadencias rítmicas, calidades luminosas y color transparente. No en balde, para los desarrollos posteriores del clasicismo seiscentista, aquel en que sobresale el genio de Poussin, esta obra es un texto figurativo fundamental.Siempre en constante relación con Bolonia, regresará en el apogeo del éxito (1614). Su vuelta coincide con un enriquecimiento temático y pictórico. Su ideal de perfección y belleza del cuerpo humano, unido a sus criterios estéticos de gracia, los expuso de modo magistral en sus dos versiones, similares, de Atalanta e Hipómenes (hacia 1615-25, Madrid, Prado, y Nápoles, Capodimonte). Reni define a través de estas pinturas su poética ya del todo formada, más lírica que la de cualquier otro de los clasicistas, consistente en el culto de la idea que se manifiesta en la relación dialéctica entre naturaleza y regla clásica. Con todo, Reni jugó hasta el final con su perenne actitud experimental, cada vez más refinada, hasta alcanzar nuevas exaltaciones poéticas mediante las sugestiones tonales y nuevas propuestas compositivas: San Jerónimo y un ángel (hacia 1635-42), o Muchacha con una corona (hacia 1635, Roma, Pinacoteca Capitolina), con la que testimonia sus búsquedas por lograr una mayor simplicidad figurativa y una máxima expresividad.